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La historia de la iglesia en Cuba tiene algunos matices peculiares, especialmente en estos últimos cincuenta años, que la distinguen en algo de otros países de la región. Mi fe se nutrió y creció (algunas veces también de-creció) en medio de una revolución. Y no sólo hablo de LA REVOLUCION como fenómeno histórico o como etiqueta de la última etapa de las luchas por la independencia de España, del dominio neo-colonial de los Estados Unidos y de los muchos otros “colonialismos” o “micro-colonialismos” que ha producido la sociedad cubana desde 1959 hasta hoy. Estoy más bien apuntando a un desmantelamiento de la manera de ser iglesia, de los contenidos de la proclamación, del sentido de la esperanza, de las propuestas en cuanto al significado de la salvación como meta individual y el Reino de Dios como utopía colectiva. Todo se tambaleó, todo se puso patas arriba, o si queremos decirlo en palabras menos precisas pero más políticamente correctas, todo se tuvo que resignificar.

La iglesia cubana en general, pero la presbiteriana en particular, sintió que era imprescindible una especie de retiro espiritual mientras intentaba discernir la voluntad de Dios para cristianas y cristianos en la Cuba Socialista. El repliego algunas veces no fue voluntario sino impuesto, especialmente en los tiempos en los que navegamos en “modo ateo” mientras volábamos de Washington (actualmente localizado más en Miami que en el DC) a Moscú en un forzado histórico secuestro de nuestra propia identidad como revolución con raíces martianas y muy anclada en nuestra propia historia de luchas por la independencia nacional. Pero dejo ese tema para otro momento.

Lo que quiero compartir con ustedes es que parte de esta otra “revolución” en la misión, incluyó por supuesto, volver a pensar en una liturgia que realmente celebrara y sirviera de contención pero a la vez de fuerza impulsora, para las comunidades que enfrentaban el reto de continuar siendo la iglesia de Jesucristo en medio de tantos retos. Retomar el rumbo no sería fácil y la celebración litúrgica tenía que asumir ser instrumento en ese ejercicio de reencontrar el camino. En medio de ese proceso, nació una himnología ecuménica, 100% cubana y con una enorme riqueza teológica. Interesante es, que parte de este proceso de renovación litúrgica fue liderado por una misionera estadounidense que decidió echar su suerte con la iglesia en Cuba y quedarse en el país cuando muchos lo abandonaban. Lois Kroehler es la autora del himno que da título a esta reflexión: Dios el lunes.

Termino donde pudiera haber comenzado. ¿Qué hacemos, cristianos y cristianas alrededor del mundo hoy lunes? Somos una familia, supuestamente de 80 millones de personas alrededor del planeta. Supongamos que un 50% de esos millones asistió ayer domingo a sus cultos y celebraciones. Alabamos al Dios que lo mismo es Dios de Abraham que de Sara, de Sansón y Deborah, de David y Ruth, de Pedro y María la de Magdala, de Pablo y Priscila. Cantamos o leímos los versos de los Salmos, oraciones que claman por justicia y paz como contenidos fundamentales del proyecto divino para su Creación; confesamos nuestros pecados, supuestamente arrepentidos, porque no hemos obrado según la voluntad de nuestro Señor de “amar a nuestro prójimo” y reconocer en ella o él, el rostro humano de Dios que es Cristo. Proclamamos las buenas nuevas del reinado de Dios en diferentes lenguas pero con el favor del mismo Espíritu de amor que sopla y obra con absoluta libertad para darnos el poder de transformar el mundo según el plan de Dios de “cielos nuevos y tierra nueva”, aquella propuesta emancipadora en la que Dios habitará con los seres humanos y vivirá entre ellos y ellas; y secará lágrimas y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor… Afirmamos nuestra fe y respondimos “amén” cuando nos enviaron al mundo para hacer de la voluntad de Dios una realidad en cada rincón de él, donde somos su iglesia.

Después de una semana en la que millones de niñas y niños, en cualquier lugar del mundo, mueren de hambre y de enfermedades curables; millones de personas han traficadas y convertidas en esclavas del sexo o la pornografía, de la mano de obra barata o de las muchas formas que toma la esclavitud en este siglo; millones de mujeres han sido víctimas de la violencia, la mayor parte de ellas por sus parejas; los fundamentalistas de todos los tipos se arrogan el derecho de matar en nombre de cualquier causa; familias en todos los rincones del mundo luchan por su derecho a conformarse según las leyes del amor y no de “los hombres”; explotan bombas, se planean guerras, se saquea y depreda la Naturaleza en nombre de los modelos de desarrollo inventados por las transnacionales y los poderes financieros; prolifera el racismo, la xenofobia, la homofobia; se aplasta la dignidad de los seres humanos y del resto de la Creación de Dios de formas nunca antes experimentadas en la historia humana; vuelvo a preguntarme: ¿qué hacemos como Iglesia de Jesucristo en el mundo, hoy lunes?

 

Dora Arce-Valentín

Lunes 29 de junio de 2015